Malos tiempos para la lírica
Por Mario Agiriano.
Invocan los expertos las virtudes neurológicas -estimular la actividad cerebral, activar las zonas del habla y la imaginación-, invocan los poetas las bondades de la fantasía, y los profesores sermonean con sus virtudes educativas -¡Manolito no comete faltas de ortografía porque lee!- y sin embargo comprobamos que cada vez se lee menos. Es un hecho triste e inapelable. Basta con echar una ojeada al vagón del metro -en esos días en que clamas contra la omnipresencia de los teléfonos móviles y pintas un cuadro amargo sobre esa humanidad que ya no se mira a los ojos; días que suelen coincidir con aquellos en los que te has quedado sin batería- o a los nuevos comercios que florecen allí donde antes había una librería de renombre -Ojanguren, en Oviedo, acaba de cerrar sus puertas.
El problema de las academias es que es difícil conseguir que la gente se fascine por algo. No recuerdo quién dijo esto, pero anduvo acertado aquel día. La pasión por la literatura es un dulce virus que ha de incubarse de forma íntima y pausada, con laboriosidad y entrega. El Ipad, la Playstation, las redes sociales o la televisión poseen el atractivo de lo efímero, de lo intrascendente: la lectura posee la belleza compleja de esos elementos insólitos que son los libros -una extensión de la imaginación y la memoria, dijo Borges. Y parafraseando a Rajoy, lo complejo de lo complejo es que es complejo. La dificultad de crear nuevos lectores radica en el rápido destierro del ocio clásico y la pausa en mundo anegado de estímulos y lucecitas. Vivimos tiempos de frívolas perspectivas, de fútiles distracciones. Malos tiempos, en fin, malos tiempos para la lírica.
Pero nosotros seguimos. «No hay que hacerse gringo para dejar de ser apache».