¿Por qué queremos tanto a Harry?

Por Mario Agiriano

A día de hoy, ninguno de los hechizos que han surgido de la imaginación de J.K Rowling supera al primero, obrado, según confesión propia, en un tren de camino a Londres. Allí, con un elegante movimiento de varita, Rowling dibujó a un muchacho de lo más corriente que, de pronto, recibe la carta de un colegio de magia. Desde ese punto, y como si alguien hubiera musitado windwardium leviosa—se pronuncia leviosa, no leviosá— la historia comenzó a elevarse y flotar, llenándose de ramificaciones, personajes, lugares; de gigantes bobalicones y malvados terroríficos, elfos esclavizados y cancerberos sensibles a la música, hombres lobo y libros con vida propia, polvos que permiten teletransportarse y hogueras que esconden un rostro.

La magia de Rowling llegó para quedarse: suya es la obra más importante de la literatura juvenil en los últimos veinte años y uno de los fenómenos culturales más vivos, populares y ávidamente consumidos del siglo. La escritora británica ha influido en el imaginario colectivo con una intensidad solo comparable a El Señor de los Anillosy Star Wars (desconozco si hay quien esperó realmente recibir una carta de Hogwarts, pero, con un fervor que ignora las limitaciones de la física, se han llegado a organizar partidos de quiddich).

Como el pasado uno de diciembre  se cumplió el 20 aniversario de la publicación en España de Harry Potter y la piedra filosofal, es un buen momento para analizar algunos de los mimbres con los que Rowling construyó un artefacto de éxito arrollador —que posee, dicho sea de paso, una dignidad mucho mayor que el guisote de ocultismo, religión y pseudociencia de un Dan Brown—. Preguntarnos, como hiciera  Julio Cortázar con Glenda, por qué queremos tanto a Harry.

Empezaremos con algo que ya destacó Umberto Eco: la habilidad con la que Rowling explota una serie de recursos narrativos de comprobada eficacia (por desgracia, no recuerdo a qué recursos se refería Eco, así que tendré que esbozarlos personalmente) para seguir con los elementos que hacen de Harry Potter un producto propiamente adolescente

  1. Los recursos narrativos:

El héroe que no es nadie: El huérfano maltratado que vive en un cubículo bajo la escalera, el chico menudo tiranizado por un primo gordo y matonil y unos tíos que representan como nadie el cretinismo estereotípico de la clase media —sobreprotección del hijo y cursilería, consumismo e ignorancia, miedo ante lo desconocido y cerril confianza en un orden pulcro, cerrado y cruel—. En este punto, el trazo de Rowling es grueso, casi desmedido: Harry es una especie de Oliver Twist, enfrentado al desdén, la maldad y el desamparo. Pero, de pronto, el objeto mágico —el auténtico objeto de deseo de la saga, el más representativo y singular, el que más sutilmente captura los anhelos adolescentes— hace su aparición: una simple carta comunica a Harry que ha sido aceptado en Hogwarts. La magia ha entrado en escena, resquebrajando el mundo mediocre y sórdido de los Dudley, y ya nada, ni siquiera la desesperada huida a una isla, podrá recomponer la grieta. Es, parafraseando a Jack London, la llamada de lo mágico, la auténtica e ineludible naturaleza de Harry haciendo aparición. Porque Harry no es un simple mago: es el Elegido, el niño que sobrevivió. Como aquel hijo de madre soltera que corría carreras de vainas en Tatooine (Anakin), o el hobbit que, ajeno a todo ruido y furia, vivía una vida confortable y segura en su Comarca natal, el huérfano enclenque de la cicatriz en forma de rayo está destinado a grandes cosas.

La escatología.

El relato de la victoria definitiva del Bien sobre el Mal, de un fin de la historia en que los supervivientes podrán, por fin, vivir sus vidas, ajenos al engorro de tener que combatir las muchas cabezas de la hidra (los muchos horrocruxes de Voldemort). En ese Apocalipsis que es la batalla en Hogwarts, con sus monstruos y hechizos cataclísmicos, con sus terribles combates y desoladoras pérdidas, asistimos a la consumación de la historia; a la derrota de la encarnación más destilada del mal y a la promesa de un mundo nuevo, más justo y armónico, que se levantará sobre las ruinas. Es la fantasía ilustrada-judeocristiana por excelencia, tan presente en la cultura popular: la consumación hegeliana, la paz perpetua, el reino Milenario de Cristo, la destrucción del Anillo o la derrota definitiva de los Sith. El descanso del héroe —el viaje final a las Tierras Imperecederas— toma aquí una forma más burguesa y mundana: un matrimonio y muchos hijos de nombres rimbombantes. E incluso hay un peculiar recurso a la palingenesia—la resurrección de los muertos, representada en Star Wars por los espíritus de Yoda, Obi-Wan y Anakin durante la fiesta final— en la aparición de Dumbledore en ese espacio extraño y liminal —la estación blanca— o la recurrente presencia de los padres asesinados.

Los fantasmas del pasado.

En Harry Potter el tiempo es lineal y progresivo, y avanza, como hemos dicho, hacia su culminación: el mal va concretándose —desde el titubeante profesor Quirrell o el Voldemort espectral del diario hasta que, en el cuarto libro, el Mal se hace cuerpo— mientras que cada una de sus manifestaciones es derrotada. Sin embargo, el pasado aparece una y otra vez, en forma de fantasma que acecha el presente: el basilisco de Salazar Slytherin, los recuerdos conservados en el pensadero, la figura de Voldermort encerrada en el diario, la noche en que los padres de Harry murieron, la profecía de la profesora Trelawey o el insoportable quejido de Myrtle la Llorona, quien, en un giro casi borgiano, no puede morir porque desconoce a su asesino… De hecho, cuando Voldemort resurge en carne y hueso, la comunidad mágica se encierra en la negación, incapaz de revivir su pasado. Lo cantaba Japan: “Just when I think I’m winning/ When I’ve broken every door/ The ghosts of my life blow wilder than before” [Justo cuando pienso que voy ganando/ cuando he derribado cada puerta/ los fantasmas de mi vida aúllan más fuerte que nunca]. Cuando el mundo mágico se creía por fin a salvo y el propio Harry había conseguido abandonar la opresiva atmósfera de la vida con los Dudley, el Fantasma por excelencia vuelve para quebrar la paz. Por ello, Harry Potter es también una historia sobre cómo no olvidar el pasado —algo de lo que un Harry constantemente acechado por los recuerdos es incapaz— es el único modo de enfrentarse a sus espectros. Es un motivo que agradaría a Walter Benjamin: solo quien afronte obsesivamente el pasado podrá redimirlo.

Los buenos, los malos.

Aquí el trazo de Rowling es, aunque convencional, especialmente hábil. En un motivo que recuerda a los X-Men, en Harry Potter el mal es una forma de supremacismo, al que se le añade un uso eficaz de la idea de limpieza de sangre. Voldemort es, en este sentido, una mezcla de Magneto y Hitler. Por otro lado, las huestes del mal agrupan a una aristocracia racista y decadente —los Malfoy, Bellatrix Lestrange—, con un mundo lumpen de criminales y monstruos —el licántropo Fernir Greyback, los gigantes, los sórdidos personajes del Callejón Digón, los dementores, etc—, mientras que el bando del bien es el de la armonía entre diferentes —hombres lobo, elfos domésticos y magos de todo tipo—. Es, en el fondo, el imaginario de la lucha antifascista, la unidad frente al Mal.

El mentor sabio y bondadoso.

Esta figura es un tópico tan antiguo como efectivo. La encontramos, por utilizar solamente ejemplos que ya han sido mencionados, en el Profesor Xavier, Obi-Wan Kenobi-Yoda, y, por último, en Gandalf, que tal sea su manifestación más influyente para la literatura fantástica del último siglo. En la mitología griega encontramos a Quirón o a Filoctetes; en la Historia, a Sócrates. A pesar de sus semejanzas con todos ellos, Rowling consigue dotar a Dumbledore, el mago legendario que sueña con calcetines, de una densidad propia y sugerente, que Richard Harris capturó magistralmente en las dos primeras entregas.

Los giros narrativos.

el proscrito cuya presencia mantiene al mundo mágico en vilo acaba siendo el conmovedor padrino; la mascota menos memorable, el auténtico traidor; el horrocrux último, el propio Harry; la pitonisa más inepta, quien narra La Profecía; el lánguido Longbottom, todo un partisano; el excéntrico profesor, un mortífago emboscado; la estrella del momento, un farsante y un ladrón; el pálido Lupin, un hombre lobo… Y, en lo que posiblemente sea, literariamente hablando, lo mejor de la saga, el gélido Snape, el auténtico héroe moral.

La magia a la vuelta de la esquina.

No estoy descubriendo nada nuevo si digo que aquí reside el principal atractivo de la saga. La magia es la radical apertura, la fuerza que derriba las certezas desoladoras, la fuente de la infinita sugestión. No hay consuelo más definitivo ni deseo más antiguo que el de una magia que nos permita trascender la realidad y sus limitaciones, encante lo desencantado y supere con un chisporroteo los cálculos helados y las seguridades más mezquinas. La promesa de la magia es la promesa del retorno de la infancia, el anhelo de que el mito, que “pretende recuperar la fuerza que el hombre necesita en cada momento para cumplir lo libre, en lugar de someterse al condicionamiento de lo necesario” (Savater), se haga carne, de que lo sobrenatural atraviese los rigores de la inmanencia. La magia crea un mundo donde —casi— todo es posible, e incluso lo más trivial —una estación de tren, un coche viejo, un reloj de bolsillo— es una puerta hacia una realidad mucho más vibrante, colorida y libre.

Nota: En una dimensión más sobria, la magia de Harry Potter es la expresión fantástica del modo en que nos relacionamos con la tecnología. Al fin y al cabo, ¿qué es el hechizo Lumus salvo la prefiguración de las linternas del móvil, o el pensadero donde verter los recuerdos, el símbolo de la obsesión posmoderna por capturar el presente, asiéndolo en miles de vídeos y fotografías?

2- Un producto juvenil.

Tú eres especial: En los libros de la saga, la identificación del lector con el personaje de Harry es casi absoluta —en las películas, la penosa interpretación de Daniel Radcliffe, incapaz de un rictus diferente a 1) el hieratismo, 2) la sonrisa radiante, achinando los ojos, 3) las convulsiones y espasmos, que lo mismo valen para un sueño agitado que para soportar la tortura más atroz  y 4) la sorpresa, que se parece bastante al hieratismo, dificulta este proceso—. Y en Harry se obra el hechizo que todo adolescente desea en lo más íntimo: que una voz inapelable—representada, en este caso, por la carta de Hogwarts—exclame: tú eres especial. Esa voz, por supuesto, te llevará a un mundo: tu mundo. En una etapa de zozobra y ansiosa búsqueda de una identidad, de un lugar propio, la carta de Harry, el auténtico conjuro de la saga, le congraciaba con su ser —y, de paso, lo hacía, al menos un poco, con todos nosotros—. De hecho, creo que una parte importante de Harry Potter se pierde si no se lee del modo formativo y gradual en que lo hizo mi generación: espaciando —y esperando— los libros, creciendo a medida que la saga llegaba a su fin, de modo que la lectura que había comenzado entre los, digamos, seis y los nueve años, acabara entre los 12 y los 15. Porque en Harry Potter la consumación de la historia es inseperable del autodescubrimiento: de hecho, solo cuando Harry descubre el último resquicio de su alma —que era, en realidad, un resquicio del alma de Voldemort— es capaz de vencerle.

El colegio sin monotonía: De nuevo la fantasía infantil-adolescente: ¿quién —o, al menos, quién entre los que no han sido durante toda su vida tan aburridos como un ácaro— no ha explorado su colegio sintiendo el placer de lo prohibido y la excitación de la aventura? Pues, a diferencia de nuestros prosaicos colegios, que albergaban en general cosas tan poco fascinantes como cuartos para escobas, Hogwarts era una fuente casi inagotable de mundos interiores, de espacios prohibidos y pasadizos ignotos, cuadros parlantes y mazmorras, salas que se ajustan a tus deseos y cámaras que albergan terroríficas criaturas. Además, en las incursiones de Harry y compañía, una misión salvadora dotaba de sentido a lo que, sin ella, hubieran sido meras travesuras —y la dirección de Dumbledore dota al colegio de un cierto punto anarquista, donde quebrar las normas puede ser recompensado—. Por otro lado, la habitual mención a lo deberes, exámenes y tediosas lecciones no hacía sino apuntalar la fantasía: en los márgenes del tedio esperaba siempre la magia, con su rumor de novedad y aventura.

 -“No hay relación sexual”: Este título no alude solamente a la ausencia de sexo en Harry Potter —algo comprensible en una novela infantil-juvenil— sino a algo más sustancial. “No hay relación sexual” es una frase del psicoanalista francés Jacques Lacan. Sin entrar —Dios, o quien sea, nos libre— en las sutilezas de su pensamiento, podemos resumir así su significado: no puede existir una relación sexual plena porque durante esta cada individuo proyecta sobre el otro sus propias fantasías. ¿Qué mejor ejemplo de esto que Harry Potter, donde los principales encuentros “amorosos” —esto es, aquellos que se desarrollan antes del final, cuando todas las cosas “acaban en su sitio”— se caracterizan por una presencia ausente—la de, por supuesto, el auténtico objeto de deseo—? En el culebrón de baja intensidad esbozado por Rowling —desarrollado, principalmente, en los libros cuarto y quinto—, todas las parejas están, digamos, descolocadas, y a través de cada encuentro con otros se mandan unos mensajes que ya estaban prefigurados en el inicio: cuando besa a Lavender Brown, Ron quiere besar a Hermione, del mismo modo que Hermione desea besarlo a él cuando besa a Viktor Crumb, y Ginny desea besar a Harry mientras acompaña a Neville en el baile, como Cho besa al espectro de Cedric cuando besa a Harry. De un modo típicamente adolescente, las implicaciones sociales de las relaciones priman sobre la relación en sí, y contribuyen de ese modo al avance de la trama —pues no son escarceos puntuales, sino partes de un guión destinadas a enviar un mensaje a su único destinatario posible (Ron a Hermione y viceversa, Ginny a Harry…)—.

Bajo control: A pesar de estar plagado de criaturas temibles, malvados legendarios y objetos malignos, el universo mágico de J.K Rowling no resulta en absoluto perturbador. Si bien inicialmente esto no causa sorpresa —de algún modo hemos naturalizado el modo en que las potencialidades y la realidad se relacionan en la saga—, imaginemos por un segundo que un escritor particularmente sórdido hubiera ocupado el lugar de la británica. ¿Cuántas maldades podrían obrarse a través de la maldición imperius, la versión definitiva de las drogas que inhiben la voluntad? ¿Cuán arduos habrían de ser los debates sobre los límites de la magia? ¿El poder de la varita: cómo obraría en manos de, no ya villanos de leyenda, sino simples matones de colegio, acosadores sexuales y demás inmundicia? Rowling necesita de abundantes artificios para eludir estas cuestiones. Examinemos algunos de ellos.

1-No existe banalidad del mal: En el mundo de Harry Potterlas muchas lacras del nuestro—como el racismo o el clasismo que destila un Malfoy— aparecen siempre ligadas al Mal absoluto, cuya derrota se supone definitiva. Los pecados veniales están ausentes en las filas del bien. La única concesión a este respecto es la figura de Gilderoy Lockhart —no existe otra comparable en toda la saga— quien hace el mal por egoísmo y vanidad, y no siguiendo una u otra consigna del demoníaco manual de Voldemort.

2- Un gobierno ubicuo: Tal vez no tenga mucho sentido estudiar las características del sistema político deHarry Potter, pero llama la atención que el grado de vigilancia gubernamental sobre las acciones de los magos es prácticamente absoluto. En muchos de los libros la presencia del Ministerio de Magia en la vida de Howarts es anecdótica: sin embargo, parece fuera de toda duda que es una institución burocrática y fuertemente autoritaria —y gobernada por ineptos ambiciosos y solipsistas—; la cual, entre otras cosas, confina a los criminales a un centro —Azkaban, el Guantánamo definitivo— diseñado para la tortura sistemática.

Por supuesto, esto está profundamente entrelazado con el punto uno. La absoluta maldad de los malos hace que las espeluznantes condiciones de su confinamiento nos parezcan aceptables. Pero lo más preocupante viene después: ni siquiera el ejemplo de Sirius Black, el modo en que demuestra que un inocente puede acabar en esos muros, nos lleva a cuestionar la necesidad de Azkaban. Los dementores, como Jack Nicholson en Algunos hombres buenos, están obligados a cometer atrocidades para que el resto del mundo pueda seguir tranquilamente con sus vidas.

3-Realismo capitalista: El afán consumista es, bajo el capitalismo, la forma hegemónica de deseo —digamos el capital sabe utilizar la maldición Imperius—. Y el consumismo, con toda su carga libidinal, ocupa un lugar importante en Harry Potter. Desde muy temprana edad, los personajes de la saga son conscientes de sus limitaciones de clase: Ron viste túnicas ajadas y a menudo demasiado cortas, sus regalos de Navidad son humildes, y sabe que comprar golosinas en el tren está lejos de sus posibilidades. Cuando comienza a jugar al quiddich, utiliza una escoba misérrima, mientras que el equipo en que Malfoy oficia como buscador monta lustrosas Nimbus 2001, cortesía de su acaudalado padre. Sin embargo, cuando Ron confiesa, desolado, que no podrá comprar ninguna de las fabulosas chucherías del Expreso de Howarts, la magia acude en su rescate: la insospechada fortuna de Harry, legada por sus padres, les permite cumplir la fantasía consumista definitiva: comprar todo el carrito.

Por otro lado, el carácter mágico de la infinidad de artilugios que aparece en Harry Potter captura la forma fetichista en que nos relacionamos con las mercancías: la poción “felix felicis” cumple realmente el célebre eslogan de Coca-Cola: destapa la felicidad. Los artilugios mágicos son, por así decirlo, las mercancías definitivas, pues en ellos se cumple la promesa última del consumo: que aquello que compramos nos llevará a mundos nuevos y mejores.    

 4-Un mundo inteligible: Frente a la caótica complejidad del mundo globalizado, Harry Potter presenta prácticamente un país cerrado, una Gran Bretaña que aún es el centro del mundo. Resulta llamativo que, a pesar del recurso de la magia, el mundo exterior está prácticamente ausente. Más que a una inconsciente añoranza imperial, esto parece obedecer a la nostalgia de un mundo más comprensible y sencillo —el mundo, tal vez, de la infancia de Rowling—, en el que el contacto con lo exterior —como las delegaciones que acuden a competir por el Cáliz de Fuego— todavía está lleno de misterio y exotismo.

 

 

 

 

 

 

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